La infusión africana que conquista el mundo y esconde una historia ancestral de resistencia y olvido

Una planta silvestre con propiedades antioxidantes que sobrevivió al olvido y hoy renace como símbolo cultural.

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Tradicionalmente fermentado y secado al sol, el té rooibos debe su color y aroma a un proceso artesanal único.

Mucho antes de llegar a las tazas de consumidores en Europa, Asia o América, este té rojo —libre de cafeína y lleno de propiedades medicinales— ya formaba parte de la vida cotidiana en el corazón montañoso de Sudáfrica.

El rooibos, cuyo nombre significa “arbusto rojo” en afrikáans, solo se cultiva en la región del Cederberg, al noreste de Ciudad del Cabo. Allí, entre suelos arenosos y un clima semiárido, crece el Aspalathus linearis, una planta silvestre de espinas verdes que en primavera florece con pequeñas flores amarillas.

La preparación del té es tan artesanal como su historia: las ramas jóvenes se cosechan, se cortan, se exprimen y se fermentan. Ese proceso activa los compuestos antioxidantes que le dan su color rojo característico y sus propiedades terapéuticas. Luego se seca al sol, se tamiza y finalmente se pasteuriza antes del envasado.

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Usado por siglos por los pueblos khoisan, hoy el rooibos es apreciado en todo el mundo por sus propiedades antioxidantes.

Entre sus virtudes más conocidas se encuentra su capacidad para aliviar cólicos, reducir inflamaciones, calmar erupciones cutáneas, favorecer el sueño y, según algunas investigaciones, contribuir a la salud cardíaca y metabólica. Aunque los estudios científicos aún son incipientes, su uso tradicional como remedio multiuso ha sumado adeptos en todo el mundo.

A pesar de múltiples intentos, nadie ha logrado cultivarlo con éxito fuera de esa región sudafricana. Cualquier rooibos legítimo que se encuentre en comercios de productos naturales, herboristerías o supermercados especializados del mundo proviene de allí, protegido por una denominación de origen que garantiza su autenticidad.

Un saber silenciado

Durante siglos, el pueblo khoisan mantuvieron un lazo íntimo con el arbusto del rooibos, tan fuerte que algunos aún lo comparan con la leche materna. La tradición oral cuenta que los pueblos Khoi y San fueron los primeros en cosechar las ramas, fermentarlas y secarlas al sol para preparar esta infusión rojiza de sabor suave y terroso. También la aplicaban sobre la piel como ungüento antiinflamatorio o rejuvenecedor, mezclada con grasa animal.

Sin embargo, durante décadas, ese saber ancestral fue silenciado. La industria europea adoptó ese conocimiento y lo convirtió en un negocio internacional sin reconocer ni incluir a sus verdaderos creadores en la cadena de valor. Esa exclusión —económica, cultural y simbólica— es una de las grandes injusticias que marcaron la expansión comercial del rooibos: los pueblos originarios quedaron al margen de los beneficios de una industria que se construyó a partir de su legado.

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Del campo al mundo: el rooibos se cultiva exclusivamente en la región montañosa del Cederberg. Crédito fotografía: Christian Heeb Laif, Redux

La historia comenzó a cambiar en 2018, cuando las comunidades indígenas sudafricanas fueron reconocidas formalmente como guardianas de la tradición del rooibos. Cuatro años después, recibieron su primer pago de compensación por parte del Consejo del Rooibos, un acto reparador que cerró, en parte, un ciclo de exclusión.

Hoy, el rooibos es mucho más que una infusión de moda. En 2021, la Unión Europea lo incluyó en su registro de Denominaciones de Origen Protegidas (DOP), una distinción que lo coloca en la misma categoría que el champán o el queso parmesano. Esa etiqueta no solo protege su calidad y procedencia, sino también la historia que lo sostiene.

Más allá de las tazas de porcelana o de su uso en cosméticos naturales, el rooibos encierra una narrativa poderosa: la de una planta silvestre que resistió siglos de colonización y olvido, y que hoy vuelve a ser símbolo de orgullo y herencia cultural para los pueblos que la conocieron primero.